
En ese mundo emocional que nos trae el whatsapp, con su carácter de inmediatez e intrusión, a través de los innumerables mensajes indiscriminados que se intercambian día a día, llegó a mí uno especial, de esos que se aprecian, que nos permiten pensar cosas trascendentes, que impactan nuestra vida desde un lugar diferente: un poema.
El tiempo de llegada de ese poema a mis ojos coincidió con las primeras marcas, en América, de la pandemia que modificó la forma de ver el mundo en el mundo entero. El encierro, los balcones, la distancia, la incertidumbre, la soledad de las calles, el miedo, eso que veíamos en las pantallas de televisión desde China o Europa, no nos pertenecía aún. Todavía éramos espectadores, con la fantasía de la invulnerabilidad que nos proporcionaban océanos de distancia. La fantasía se rompió.
Sin embargo, cuando nadie sabe qué hacer, cuando se juntan incredulidad y terror ante el sufrimiento y la muerte inexplicable, cuando no hay direcciones confiables, cuando vemos cerrarse el cerco que va de lo que ocurre lejos a lo que nos cuentan de alguien que conoce a alguien, después a la hermana, padre o madre de un amigo; más tarde ya es un amigo o compañero, hasta llegar al sufrimiento personal de muchas familias que rodean la nuestra, o la nuestra. Ese momento en que los que dirigen los destinos de los países lo hacen desde la mezquindad de sus intereses políticos y económicos. Ese precisamente es el momento en que se elevan voces, suaves, cálidas, que permiten reconocer a los valientes que se arriesgan por todos nosotros, a los que se reconocen desde el sentido real de lo humano, a los que nos marcan formas de hacer desde la responsabilidad personal y el compromiso con los demás, y, por supuesto, voces que nos hablan de formas de ser.
Así llegó a mí ese poema. Una querida amiga me lo envió y dijo que le gustaría escucharlo en mi voz, y se lo prometí. Pero en mucho tiempo no pude hacerlo. Viví y sufrí la intensidad de esos versos, pero no sentía mi voz para decirlo. Me ahogaba. Hasta ahora cumplo mi promesa.
Qué preámbulo tan largo para decirles de qué hablo, aunque estoy segura de que muchos de ustedes ya lo conocen, pues su oportunidad, sentido y sensibilidad han sido comentados en las redes. Hablo del poema Si sabrá la primavera, que escribió Lucía Carmen de la Trinidad, monja española de la Orden de las Carmelitas Descalzas.
Lo que escuchamos en sus palabras es ese reconocimiento de las cosas pequeñas que siempre dimos por hechas y que ahora nos faltan, y lo habla desde un confinamiento que no tiene que ver con la pandemia, pues ella eligió la vida de una monja de clausura, cuya vida es de confinamiento voluntario. Desde ese lugar nos habla, sí, de lo que se ha perdido, pero desde ahí nos lanza un grito de aliento en el que reconoce lo esencial: el valor del abrazo, el valor de la esperanza, el valor de preguntarse si ese anhelo de vida, esa primavera, o, como dice ella en una entrevista, esa “floración de lo mejor que cada uno de nosotros llevamos dentro”, sabrá que estamos aquí, que la esperamos.